Reconozco que se me hace difícil acordarme de algunos detalles de lo que pasó aquella vez.
Yo era más joven, audaz, pero también era muy miedosa.
Además, con la tarde agobiante que hace hoy, recordar la nieve y el frío es complicado.
Estábamos en Bariloche. Aquella escapada rebelde para irme de casa me había llevado hasta ese lugar en la Patagonia sin demasiada lógica. En casa, adolescente tardía, estaba harta de que todo lo que yo dijera o hiciese pasara por el tamiz acuciantemente negativo de los viejos. Y así, sin tener la menor idea de saber en qué me metía, mochilita en mano, rumbeé al sur.
Las imágenes dolorosas de las cosas vividas se van yendo, pero gracias a aquel cuadernito Gloria con espiral que reflejaba mis desventuras, refresqué lo mal que me sentía. No era muy agraciada a los veinte años (a esa edad, por aquellos días, vivía todavía en casa sin saber que quería de la vida y sin saber nada del mundo exterior) y mis noviecitos habían sido algo muy escaso. Un primer beso espantoso, alguno que otro mejor, un debut sexual totalmente intrascendente y hasta doloroso física y emocionalmente… Y un rápido aprendizaje de lo que era el sexo por la mínima (y absurda a veces) lectura de revistas como Para Ti o Vosotras… No sabía demasiado pero intuía bastante. Practiqué incluso con quienes no me gustaban, por el solo hecho de decir que lo hacía y no quedar como la “diferente”. Era grandecita en comparación con amigas, y así y todo cada vez que tenía sexo me quedaba un sabor amargo de algo violento, acelerado y poco -o nada romántico- Entonces, lo que sí abundaba, era mucha incertidumbre.
Hasta allí, sin GPS ni celulares o internet, llegué. Aislada, inventando excusas para explicar lo de una chica solitaria (y que si hubiese sido varón jamás me lo hubiesen planteado). Si recuerdo que tenía, de soñadora, tal cual era Susanita, la amiga de Mafalda, y de las novelitas de Corín Tellado, la fantasía de la cabaña nevada, el hogar a leña, las alfombras mullidas y ese sentimentalismo del cual estaba convencidísima que iba a encontrar.
Bueno… la cabaña se transformó en un espantoso cuarto de un albergue, el hogar en estufa a kerosene, y la alfombra la reemplacé por gruesas medias de lana de llama, que usaba mañana, tarde y noche. Mi sueño se desplomó cuando la primera nevada me agarró con unas botas salteñas y campera de jean. Recuerdo caminar empapada de pies a cabeza, sin un centavo, unas veinte cuadras hasta esa cueva húmeda que fue lo único que pude pagar.
“Mis fábulas de amor se fueron desvaneciendo como pompas de jabón” decía Sui Generis. Nada tan parecido a mi espantosa realidad.
Y mi orgullo moribundo ya me estaba llevando hasta las oficinas de Entel para pedir, con el caballo (y un aras entero, creo…) cansado, un giro bancario que me devolviese a la cárcel de mi casa.
Pero fue yendo por esas calles regadas de deshielos recientes, que un papel en una columna de alumbrado, pegado con cinta Scotch le dio un aire a mi agonía: “Buscamos moza para refugio en la montaña. No se requiere experiencia, Ideal para principiantes. Solo por seis semanas”
Sentí que podía ser un mensaje de esperanza. Lo de la “no necesaria experiencia” me ponía en excelente situación. A la par de cualquiera, y con mi fuerza de voluntad ya demostrada a mi misma, sabía que nadie me sacaría ese puesto.
Dicho y hecho, entré, aprendí, disfruté, gané unos interesantes pesos, y me quedé el tiempo convenido.
Pero la historia en sí tiene un recoveco que era del que les quería hablar: Si bien todo se había encaminado, al punto tal que ya inclusive había podido, con mi primer pago semanal, comprarme unas humildes botas de nieve y una campera de abrigo, lo de el amor de montaña (que era fundamental para el sueño de la cabaña, la nieve, el hogar de leños, la alfombra mullida y todo eso) no llegaba.
Mi ansiedad, lo asumo, más mi terca lógica de autoconvencerme que el esfuerzo da sí o sí sus frutos, hacía que a cada turista con aspecto potable, lo mirase como el que Dios me ponía en el camino para, decididamente, convertirlo en mi alma gemela, en mi “media naranja” como se decía… (o en “mi peor en nada” como en aquel tema de Los Náufragos)
Y nada, che… Nada de nada. La sola idea de una moza de montaña no calentaba ni las manos en esa inmensa montaña nevada. Otro mozo del lugar, que compartía sus propinas conmigo, -porque a él le daban y a mí no, odioso machismo argentino- , sabía toda mi historia. Y tiernamente me daba ánimo para que minimice mi verdadero sufrimiento. Miguel, que de él estoy hablando, era tan pero tan tímido que yo jamás había pensado en él como nada,¡ si hasta mi hermano parecía!.
El asunto es que una mañana Miguel se animó. Me frenó de sopetón cuando yo, con las dos manos ocupadas, llevando rebalsantes platos de sopa, al salir de la cocina, me estampó un beso sorpresivo, cálido y un tanto ruidoso.
Me acuerdo que tiré todo, salpiqué a medio mundo y salí corriendo en vez de cualquier otra cosa.
¡Que boluda! Jajaja… pobre Miguel… después me enteré que ligó una suspensión por tres días solo por salvarme a mí.
Te decía que salí corriendo hacia ningún lugar, solo como para escapar: mezcla rara tenía en la cabeza, dado que mi gran amigo, mi casi hermano, el único que sabía todo de mi angustia, un nene de catorce o quince años se estaba aprovechando de mi, de una “pendeja” de veinte. Y sobretodo estando yo totalmente indefensa, con dos platos de sopa en las manos. (¡Que épocas distintas, Dios mío!)
Pero por otro lado sentí tanta ternura, tanto cariño suave y cálido, que me derritió toda aún en medio de la nieve.
Lloré.
La pucha que lloré.
Horas muerta de frio debajo de unos pinos helados. Ya estaba mentalmente haciendo el recorrido de nuevo hasta Entel en busca del giro bancario salvador.
Al cabo de un rato apareció delante de mí. No me asusté. Creo que en el fondo deseaba que me encontrase. Se quedó sin saber qué hacer. En su cara se percibía culpa como si me hubiese violado a mí, a mi mamá y a mi abuela… (perdón pero ¡como si los hijos de puta violadores sintiesen culpa!)
Miguelito era mucho menor que yo, encima. Bah! No sé si mucho, visto a la distancia, pero sí!, se notaba a la vista la diferencia. Apenas me tendió una mano para que me levante, ja, se cayó encima mío… Muerto de miedo me pidió que no lo denuncie, que sus padres eran muy estrictos y que si se enteraban que había “ultrajado” (si, usó ese término…) a una muchacha, se le acababa la vida, lo iban a reventar y cosas así… Me quedé perpleja. El amor que en ese momento me floreció por él, fue instantáneo, puro, angelical.
Nos abrazamos ahí mismo, bajo el pino helado y sollozamos juntos un buen rato.
Y ahí surgió mi diablito… teniéndolo tan cerquita, calentito (en buen sentido lo digo) temblando de nervios, le pregunté si me quería besar de nuevo, pero bien.
Su cara de horror y alegría al mismo tiempo era para comérselo. Obviamente que ni esperé respuesta y suavecito suavecito fui comiéndome sus tiernos labios. Con mucha resistencia de su parte, estando muy abrazados, pude percibir reacciones físicas inconfundibles por ahí abajo, cuando mi lengua invadió el terreno de la de él. Ay! Lo recuerdo y siento escalofríos que me recorren la espalda, iguales a los de aquella vez.
No voy a decir que era amor, no soy boluda, pero en aquel entonces sonaba muy parecido… Sus manos jamás había rozado a alguna mujer y la extraña desesperación de tocar una teta lo ponía temeroso de alguna represalia de mi parte. Me descubrí parte del pecho para que viera una bien de cerca y así concretase ese deseo. Cuando su mano entera cubrió todo mi pecho, con el pezón duro como piedra tocándole el centro mismo de su palma, coincidimos juntos en el gesto inequívoco de mordernos los labios agradeciendo al Señor saborear esas sensaciones.
Como todo hombre, al conquistar un territorio, no se sacian con eso y quieren más. Ya se encaminaba entonces directa y torpemente a la otra montaña, y como si de un guerrero salvaje se tratara, pero de manera desesperada. Lo frené, con cautela, pidiéndole que se calme, que yo no me iba a ir y que todavía faltaban muchas cosas por descubrir juntos. Lo invité a que me chupe el pezón, que hasta ese momento era el punto más alto de su conquista, y su cabeza estalló…jajaja… Recuerdo que me preguntó si en serio podía hacer “eso”… Ante mi afirmación me contestó con la la más delicada succión que recibí en mi vida. Su alegría era tan pura y tan transparente que me empapé la entrepierna de solo mirar como trabajaba (si, lo hacía concienzudamente) en mi pecho. Tuve, claro, que decirle que apriete más, que muerda un poco y que pare de preguntarme “¿Está bien así?...” a cada rato.
El frio que estaba haciendo producía vapor cada vez que abríamos la boca. Mi teta parecía que ardía… Y algo así sentía yo por dentro.
Lentamente lo fui separando, con besos húmedos que lo ponían al palo, para decirle que tenía mucho frío. Le prometí terminar lo que había empezado pero él pensó que lo estaba echando de mi vida. Yo solo quería que volviera al refugio a buscar mi campera y algún abrigo más. Y si podía, algo de alcohol o chocolate para estar más calentitos.
Le costó creerme, pero no tenía opción. ¡Lo que habrá sufrido el pobre pensando que yo desaparecería y conmigo se iban todas las expectativas de ponerla! No era mi intensión, pero era lógico que dudase…
Fin parte uno.
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