lunes, 23 de enero de 2012

Eran otras épocas





Una boluda.
Lo veo a la distancia y pienso eso.
Eran otras épocas. Pero igual. Una boludona total.
Era, digamos, grandota. ¿Diecinueve tendría?
Después de enchufarme unos horribles whis-cola, y cuando ya todo el grupo grande se había ido, quedarme con el disc jockey y su banda de chupamedias, era de boluda.

Pero está bien. Quería eso.

Ya no tenía ganas ni de bailar más, ni tampoco de irme -sola- a casa. Era tarde, pero a pesar de mi edad, mi vieja me iba a romper las bolas con que no le había avisado que volvía tan tarde.
No había celular y no en todas las casa había teléfono.

Eran otras épocas.

Cuando el pibe, con cara de bebé, después de hablar lo típico de si estudiaba o trabajaba y esas cosas, temblando de nervios me dijo “¿Te dejás?” me levanté de hombros y asentí. “Total” pensé, “¿Qué es lo peor que me puede pasar?” No había sida y las venéreas en general –decían- solo les quedaban a ellos. 
¿Embarazada? No, eso con un profiláctico, no pasa.

Era tan distinto.

No te diría que fue espantoso, o “la peor experiencia de mi vida”.

No.

Fue, como se decía por aquel entonces, ni fu ni fa. “Asnaf” lo denominaba una amiga.

O sea nada.

Encerrarnos en el baño de hombres del barcito del gallego de la calle Guevara, que él se baje los pantalones y yo le vea “eso”, (que era lo más parecido a un mini matambrito de los que mamá dejaba en leche la noche anterior para que se ponga blando), y agacharme para que “eso” entre donde tenía que entrar, fue todo cuestión de minutos.

Estaba todavía medio boleada por el alcohol y creo que eso favoreció a que sintiera menos.

Menos dolor digo.

Placer nada.

Recuerdo sus sacudones. Y algo sus manos sobre mi ropa por todos lados.

Si… pienso igual que vos ahora que lo leo:
Rememorándolo así, veo que fue espantoso. Desagradable.
Humillante incluso.
Prácticamente fue debut y despedida.
¡Que chota era esa época, la puta madre!

Muchos años pasaron.

Primero: si mi hija llega tan tarde como llegaba yo, la destripo sin la menor culpa. ¡Y pensar en como la puteaba yo a mi vieja, ja!
Estoy preparada, por si alguna razón me dijese “¿Y vos mamá, nunca llegaste tarde a tu casa?”
“Aquellas eran otras épocas” será mi excusa hoy ante ella.


No hablemos de mi edad. Un poquito me jode. Un poquito nomás.
Así y todo te diría que de grande descubrí lo lindo que es garchar.
Ja! Me mando sola al frente con estos términos. Fifar también se le decía.

Soy laxa. O sea que un mal movimiento y los brazos o las piernas se me salen de su sitio. Se me dislocan. Y al principio dolía mucho.
Siempre fue una cagada grande como una casa. No podía hacer nada de deportes. Hasta levantar la mano en clase para decir que yo sabía una respuesta, me sacaba el hombro de lugar.

Una cagada hasta que conocí a Walter.
Jaja… “Toda desgracia tiene sus ventajas” me decía.
Fue él el que realmente me arrancó de la cabeza y de mis sentimientos de mierda aquella experiencia con Pablito, el ayudante del disc jockey en aquella fiesta.
Para mí, también por lo que se podía vivir en casa, sexo era: hombre se la mete a la mina. Punto.

Y punto en serio.

Nada de revistas o notas de sexualidad. Nada se sex shop. Lo más próximo eran las películas como las de la Coca Sarli, para hombres, donde la gorda se refregaba las manos por sus tremendas tetas y decía “¿Qué pretende usted de mi?”
Eso era sensualidad, erotismo, sexo, amor, lujuria y pasión, todo junto.
¡Que terrible!
Y para muchas fue así nomás.
Cuando Walter me empezó a hacer cosas “extrañas” creí que me iba a ir al infierno. ¡Qué inocencia tenía! Incluso temí por mi buen nombre y honor.

Recuerdo que aquella madrugada con Pablito en el bar del gallego de la calle Guevara perdí un aro. No era nada importante, pero si mi vieja encima veía que me faltaba eso apostaría -y con mucho de acierto- que me habría sacado algo más que el aro.
Volví, con cara de ser recontra reconocida por el gallego, al día siguiente, para meterme en el baño de hombres y buscarlo.
Pelotudito el Pablito. Había escrito del lado de adentro y con una cortapluma “Nancy se deja”
¡¿Cómo querés que siga, en esas épocas, mi historia con el sexo?!
Nadie a quien hablarle, a quien contarle. Donde abriese la boca, la puta era yo.

Pero Walter resultó diferente.
Él sabía, o aprendió, o le salía solo.
Me trató como su amada de novelita de Corín Tellado. Un romántico incurable. No le daba vergüenza demostrar su amor o metejón (otra pista sobre mi número de cédula) conmigo.
Desde ir caminando cuadras y cuadras con una docena de rosas que me llevaba, hasta la vez que cuando vino de un viaje y bajar con un oso de peluche de dos metros de altura (acá no existían) en un avión de Air France.
Mi laxitud me llevó a entrar en la escuela de danzas del Teatro Colón.
Nada. Hice entre seis y ocho meses. Esa rareza (no tan rara) era como para que me hubiese servido para el baile clásico, dijo una vez una vecina.

Y me llevaron.

Lo único que aprendí bien y me servía para que mis amigas se impresionen, era tirarme al piso y abrirme cien por ciento de piernas.
Todas se horrorizaban… decían que me tenía que doler, que no lo hiciese…
Eran otras épocas, insisto. Una vez en el programa de Pipo Mancera fue Norma Viola, una genia del ballet y lo hizo en cámara. Casi cierran el canal por considerarlo lujurioso.

Bueno… yo nunca lo había vuelto a hacer. Y jamás de los jamases, desnuda.
Walter sacó mucho provecho de esa pose.
Mi metro veinte de piernas terminaban en una interesante conchita.
Eso decía él al menos.
Y gracias a esa “deformidad física” (ja!) descubrí lo que es la cuenta regresiva del orgasmo.

Walter estaba muy loco, ahora que lo pienso.

Con un marcador Sylvapen en mano y una cinta métrica de esas que usaban los carpinteros, con manijita para enroscarla después de usar, me marcó los centímetros desde mi concha hasta el talón, por la parte interna de las piernas.
Por eso lo de la afirmación con exactitud de lo del metro veinte de cada extremidad.




Me pedía, después de muchos besos, tiernos y chiquitos al principio, y fogosos después… después de jugar con una ternura inimaginable con mis pechos, con mordisquear mis pezones con picardía y cierta cuota de violencia controlada… después de lengüetearme por todos lados, me pedía, te decía, que me abra de piernas de par en par.
Mi grado de excitación era intenso… sabía llevarme hasta ese punto.

No me dejaba hacer nada. Solo respirar calmadamente era la condición. No me ataba, aunque llegué a pedírselo. Quería auto control. Porque al menor acelere mío, volvía marcha atrás y empezaba todo de nuevo besuqueando desde el talón, pero cambiando de pierna.
Era exasperante. Tenía que controlarme, casi como si estuviésemos en un lugar público, para que nadie escuchase nada.




Exasperante pero delicioso. 
Tremendamente delicioso.

Yo me mordía tan fuerte los labios que me llegaba a lastimar. Una vez hasta un hilito de sangre llegó a salir.

El solo jugaba con lengua y labios. No me tocaba ni de casualidad. Y empezaba con un “doce!” (del metro veinte hasta el cero), seguía con “once!” y así…
Desde mi posición podía ver poco. Si notaba, sentía, la dureza de los pezones, como piedras. Moría por tocarlos, apretarlos. Pero cualquier movimiento en este juego me mandaba al casillero de largada.
Eran otras épocas y Walter tenía marcada influencia de los viajes de las Apollo a la luna, donde lo de la cuenta regresiva estaba de moda, y de juegos como la oca, donde avanzar cuadraditos era la clave, hasta llegara a la meta…Era linda y muy bien recompensada la meta…

Si… Walter estaba bastante chiflado, jajaja

El tema es que si me picaba la nariz, chau:  al otro pie y desde el principio de nuevo.
Fui aprendiendo a saborear el camino, a disfrutar del “paisaje” del viaje y así explotar de pasión al llegar adonde iba.
Recuerdo que ir llegando al “Tres, dos, uno y ¡cero!” eran colosales.
Ahí si gritaba, exaltada de toda pasión, erotismo, sexualidad, amor, ternura, lujuria…todo en un orgasmo maravilloso.





El cuerpo me quedaba sacudiéndose solo, con estertores incontrolables por varios minutos, ante la risa divina de quien me produjo semejantes espasmos.

“No te rías” le decía yo con voz entrecortada y algo avergonzada.
“¿Por qué no? Si se te ve tan hermosa, radiante, plena de luz” contestaba, y me estampaba un beso chiquito en unos labios marcados por la fuerza de mis propios dientes.

Recién ahí, después de esa terrible faena, podía acurrucarme en posición fetal. Y él me abrazaba con todo su cuerpo.
Hermosos recuerdos del hombre que sigo amando.

Es más… analizando, tantos años después descubro que primero hizo esto: Me enseñó a cargar conmigo misma y a sentirme feliz con mi propio alma… y de ese amor “mío por mí” fue del que se enamoró.

¡Cuanto amor, Walter!, ¡Cuánto!

Con mis canas y tus kilitos (que no teníamos) te sigo diciendo que si bien aquellas eran otras épocas, nunca habrá como este presente, el hoy, donde 
nos seguimos amando.