domingo, 3 de octubre de 2010

La vi de espaldas



La vi de espaldas.
Con eso me alcanzó.
Una espalda desnuda, limpia, suave, perfecta.
Los huesos de los hombros se le marcaban por una leve sombra.
La vi de espaldas y con eso me alcanzó.
Para sentir el cielo.
Para imaginar todo el resto.
No entendió cuando le pedí que se desvista mirando para allá.
Talvez se asustó. Imaginó vaya a saber que.
Cuando cruzó los brazos por atrás, para levantar una especie de musculosa, fue como el velo que descubría la más maravillosa obra de arte.
Elevaba un telón, como en los teatros de antes.
De abajo hacia arriba.
Sentada en el borde de la cama, me regalaba algo inigualable.
Y yo en primera fila.
Le pedí que lo haga con suavidad, con todo el tiempo del mundo.
Los dos brazos levantaban la tela, que del otro lado, por el frente, deberían sortear dos obstáculos redondos y firmes.
Imaginé el rebote de esos pechos cuando lo hubo logrado.
“Poing, poing” habría dicho de adolescente.
Y no hubiese soportado no ver, no tocar.
Sonreí pensándolo.
Sin embargo la vi de espaldas y me alcanzó.
Me alcanzó para soñar con ella.
Para describirla al detalle sin conocerla demasiado.
Sacudió una melena mullida, cargada, cuando terminó de sacarse la prenda una cascada cayó sobre el cuello, hasta la mitad de la espalda.
Ahora era un vaivén el que le acariciaba esa superficie tan vacía. Y tan llena.
Hizo como un rodete sostenido con las dos manos.
Apenas giró la cabeza para verme. Y sonreír, tímida.
“Parate” le dije.
Dudó.
“Dale” ,insistí.
Accedió con sensualidad.
Su cola era la mejor manera de rematar esa espalda increíble.
Redondez que llamaba a ser acariciada, a sopesarla con manos llenas.
La vi de espaldas y me sobró.
Sobró belleza, sobró luz y sobró ternura.
La vi de espaldas y la amé.
Había más.
Pero por hoy me alcanzó.

Jorge Laplume

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