martes, 19 de octubre de 2010

El Postre





Nunca pensé que la aburrida cena que Joaquín me obligó a preparar, terminaría así.
Esto de ser “la mujer de…”  me lleva periódicamente a tener que poner cara de nada
durante noches eternas, que preferiría disfrutar tirada en la cama, leyendo.
Pero la posibilidad del ascenso, prometido ya desde hacía más de un año, lo reconozco,
merecía un esfuerzo más.
Me gustan las reuniones. El hecho en sí de tener que poner la casa bien,
pensar en cocinar algo rico, y sobre todo, arreglarme, me encanta.
Pero últimamente con Joaco estamos fríos.
Y para colmo, como esta cena era por interés, le quitaba toda la espontaneidad
que suelo tener. Por las dudas, me preparé una margarita temprano, para distenderme.
El jefe de las filiales de América del Sur, un tal Bernard Steel, vendría con su señora.
Y como yo no hablo ni una pepa de inglés, más fastidiada lo iba a pasar. Charlas con un viejo sabelotodo como yanqui que es, sobre las curiosidades de Bs As, la carne argentina, política,
y todas esas cosas, en otro idioma, me pintaban un panorama nefasto.
Igual elegí un vestido que, lo asumo, me ratonea hasta a mi… una tela suave, italiana,
con dos breteles finos como hilos, y un escote profundo. Como no me puse corpiño,
ya con mi segunda margarita, decidí hacerlo completa y sacarme también el culotte… 
Quería poder sentir el roce de la tela en mi entrepierna durante el embole de la comida.
Soy buena mina… Me refiero a que, si bien hubiese podido hacerle un planteo a Joaco,
y expresarle que me tenía un poco harto que últimamente todos esos encuentros especiales
fuesen por negocios y no por mí, así y todo, preferí callar. Y si encima de lo que tenía que pasar,
iba a estar  con mi indisimulable cara de culo, sería para peor.
Grata -muy grata, voy a decir- fue la sensación de abrirle la puerta a Mister Steel. El viejo que imaginé, no tendría más de cuarenta y cinco años. Y –mal que me pese- su pareja
era una diosa digna de Hollywood.
La aclaración, mediante la primera de las traducciones que hizo mi marido, me explicó que el caballero -¡y qué caballero!- era el hijo de don Bernard. Tenía más lógica. El padre había sufrido
un pico de tensión y decidió quedarse en el hotel. Su hijo, Edward, que no quiso clavarlo
a Joaco, -y si bien todo aparentaba que su mujer muchas ganas de estar ahí, no tenía -  
vinieron igual.
La rubia, linda sí, pero recontra operada, tenía una mirada fuerte. Durante la cena,
molesta por estar perdiendo la noche, imagino yo, trató de celarlo a su marido no quitándole los ojos de encima al mío. Y Joaquín- si lo conoceré- no podía seguirle el juego. Es divino,
pero arruga cuando una mujer lo encara. Y yo me alegro que así sea.
No voy a ahondar en detalles sobre lo que comimos, o bebimos -mucho-  pero sí que fue extraño
el ritmo de la charla. La chica, insistió tanto con ignorar a su marido, que se la pasó hablando
hasta más que Edward. Yo, con mi inglés “tarzanezco”, apenas algo dialogaba con ellos.
Hasta que llegó el postre.

Joaco estaba entretenido mostrándoles en la computadora fotos de la fábrica en San Juan
que venían a inaugurar, y de paso, un archivo incalculable de imágenes del país que tiene en Picassa, de una veintena de viajes por el interior.
Como hacía calor, había comprado helado, de dulce de leche y chocolate. Sabores básicos
que me permitían quedarme tranquila de que a todos siempre les gusta. Serví los potes, y mientras mi marido y la rubia seguían mirando fotos de montañas, lagos y etcéteras, nosotros nos disponíamos a tomarlo en el sofá.
Y aquí la sorpresa…
Edward, en un perfecto castellano, me susurra algo al oído: Me consulta si tengo Chocolate Águila. Que le encanta hundirlo en el helado de dulce de leche.
Quedé absolutamente congelada. Este tal Edward era un Eduardo común y silvestre…
más argentino que -oh! casualidad- el Chimbote…  Me dijo que había nacido en Barracas
y se había ido de chico a Estados Unidos, cuando el padre, norteamericano, dejó de trabajar en el país como funcionario de embajada. Y tiempo después, con madre separada, se decidió en volver para estar en Argentina. Incluso fue un hincha más de la barra La Guardia Imperial de Racing.
O sea que lo de americano del norte era cierto, pero bastante a medias.
“Garpa muy bien esto de parecer yanqui…” Me confesó después.
Ahora, de grandecito digamos, reacomodó su situación con el papá, quien lo ubicó en el cargo
de gerente no sé muy bien de que en esta empresa. Y la pasa bárbaro, según parece.
El asunto es que me terminó acompañando hasta la cocina, a buscar el famoso chocolate semi amargo. Estuvimos a punto de volver al living, cuando me agarró del brazo muy fuerte
y me interrogó:
-Pero… ¿sabés algo?  tengo un problema… a mí el chocolate me gusta comerlo con algo más dulce todavía… te diría que lo saboreo más si lo como en un porta chocolate…
Supongo que mi cara habrá sido, realmente, de desorientada total, porque se quedó mirándome
con una sonrisa peligrosa.
 Insistió.
-Porta barrita… ahí… -decía mientras con la mirada me indicaba mi sexo.
-Vos estás loco… ¿Qué decís? Además está tu mujer…
-Epa! Te preocupa más mi mujer que tu marido… Mirá vos.
-No llegue a decirlo… obvio… pero hablaba de otra cosa… no pienso meterme chocolate en…
bueno… ahí.
-Mirá, cerrá un cachito la puerta… probamos… vas a ver que entra solo… mojada como estás,
sin bombacha…
-¿Cómo sabés? si no se nota…
-No me conocés… Noto eso y más… ¿O te creés que no me doy cuenta que te gusto?
Vi tu mirada apenas me abriste la puerta…dale, es un toque, metete una barrita sola,
yo me encargo de sacártela… ¡si hasta te entusiasma la idea!

No sé muy bien como, me descubro en la mesa de mi cocina, abierta de piernas, metiéndome una barra de chocolate Águila en una vagina empapada, con un falso Johnny mirándome fijo.            
Para colmo desesperada, intentando hacerle hacer un silencio imposible ante la agitación acelerada de Eduardo, que apenas pudo, empezó a comerme toda, entiéndase esto lo más literal posible.
La barra salía y entraba al ritmo de su lengua. Yo empujaba hacia afuera y el volvía al ataque hundiéndola de nuevo. Por instantes creo que hasta yo sentía la dulzura de mi intimidad, que me explotaba como pocas veces cuando sus dientes y labios rozaban un clítoris hinchado ante cada mordisco que daba para comerlo todo.
Cuando me pareció que el juego había terminado, y yo, entre nervios y una excitación muy agradable -pero inconclusa, a decir verdad- decidí “levantar campamento”, que ya era suficiente.
Me incorporé como pude y antes de abrir la puerta, miré por el ojo de la cerradura, para ver
si los otros dos seguían entretenidos con la notebook  mirando fotos.
No era fácil para mí cabecita viajera. Estaba tratando de serenarme cuando siento por atrás
que, de un tirón, mi falda ya no cubría nada. Eduardo me la levantó hasta la cintura,
y casi como si fuera dueño de mi deseo, me penetró con mucha facilidad. Lubricada como nunca,
su miembro entró llevándome a una gloria maravillosa. Yo trataba de ver por la mirilla, pero solo veía cumplir una fantasía de siempre. Él con una mano me tiraba el pelo hacia atrás, y con la otra exprimía un pezón que ya hasta me dolía por la dureza que había alcanzado.



Su miembro nunca salía del todo, para volver a entrar una y otra vez. Me sentía llena.
El rozamiento interno, en esa posición, me llevaba a ver las estrellas.  Hasta que derramó un semen caliente que imaginé mezclado con algo de chocolate que habría aún dentro mío. Me reí de la extraña noche que estaba pasando, gozando sexo furioso y distinto, con mi marido a solo tres metros, mirando, con una rubia despampanante al lado, fotos de ruinas jesuíticas.
Salimos de la cocina, disimulando lo indisimulable, como si le hubiese estado mostrando la casa… de hecho conoció todas mis dependencias…
En un inglés muy prolijo, Eduardo volvió a su rol de Edward, y le sugirió a su mujer que ya era hora de irse. Joaquín tradujo para mí lo que había dicho: algo así como que yo tenía cara de agotada.        Y no era para menos…
Nos despedimos, dejaron sus mail por si alguna vez nos íbamos a Estados Unidos,
y quedó para más adelante, otra vez, la promesa del ascenso.
-Pucha, che… y ustedes dos, encima, dejaron derretir el helado…

                                                                                       Jorge Laplume

2 comentarios:

  1. Genial Jorge!!! Me reì en algunas partes... y hasta te puedo decir que me hubiera encantado conocer al tal Steel. Un abrazo de oso, Cata.

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