Verano en Buenos Aires. Calor insoportable.
Mañanas agobiantes, tardes desesperadas, noches que te hacen creer que todo está mejor, pero no tanto.
Isabel trabaja en una boutique fina y elegante.
Está muy acostumbrada a que al shopping vaya mucha gente, y siempre, algún muchacho se le lance.
Está un poco harta de siempre lo mismo. Ella es una muy linda mujer, de unos cuarenta años, que vaya a saber el motivo, está sola.
Ese día algo iba a cambiar.
Desde hacía unas semanas sentía, que en determinados momentos, alguien la observaba, cuando subía a sacar algo de los estantes de arriba, cuando iba al baño, hasta cuando corría bajo esa lluvia de verano en busca de un taxi.
No le incomodaba demasiado, porque se sabía atractiva, pero si sentía cierta intriga.
Ese día algo iba a cambiar.
Esa mañana, cuando llegó temprano para abrir el local, entre la boleta de la luz y el resumen de la tarjeta, apareció un sobre marrón sin identificación. Entró, dejó la cartera y el saco a un lado, y antes siquiera de prender las luces de la vidriera, lo abrió y leyó, no sin inspeccionar si alguien estuviera espiándola.
“Hoy te voy a pedir que cuando llegues a tu departamento, apenas cierres la puerta, te desnudes. Yo voy a estar espiándote -decía la nota- Naturalmente, deberás dejar las ventanas abiertas de par en par, y así caminar por todo el living hasta el baño. Allí, date una ducha refrescante. Secarte o no, esa será una decisión tuya. Y así como estés, vas hasta tu heladera y saciá tu sed con un jugo Baggio.
¿Un chiste? ¿Será para mí? ¿Quién podría ser? Ella y su autoestima estaban en pie de guerra desde hacía varios días. Entonces esta situación de sentirse valiosa como objeto para algún insólito cazador, la llevó a una nada despreciable tregua.
Ese día algo iba a cambiar.
La jornada se le hizo eterna. En determinado momento decidió que ya no aguantaba más esa tensa y absurda espera hasta la hora de cierre. ¿Era el calor? ¿La ausencia de clientes? ¿O la ansiedad?
Pocos transeúntes quedaban en el centro comercial. La escalera mecánica, muy silenciosa naturalmente, delataba el ruido de un motor falto de lubricación evidenciado debido a la ausencia del murmullo de la gente.
Decidió cerrar antes de tiempo, con un dejo de culpa, como si de una rabona colegial se tratara, más allá que ella era la dueña del lugar, y podía hacerlo cuando se le ocurriese.
Pensó que ya que era temprano, que podría aprovechar para hacer las cosas que nunca hace por salir tarde: ir a la peluquería, ver negocios, incluso al cine. Sin embargo, nada le pareció más atrapante que, ante el calor reinante, llegar a su casa, darse una ducha y como si su admirador supiese, bajarse un jugo Baggio.
De pensar en tanta “coincidencia” se asustó. Igual se dirigió hasta su departamento.
Atardece. No entra mucha luz, solo manchas azules. Afuera se escuchan autos, y jóvenes que están comprando helados en la esquina.
Relee la carta y casi sin dudar va haciendo todo de manera ceremoniosa. Al salir de la ducha, apenas minutos después ya estaba nuevamente transpirada. No desnuda del todo, porque le faltó audacia, se acercó al balcón solo cubierta con una camisa bien grande blanca, desabotonada. Asi vestida, más desnuda estaba.
De pronto sintió una mirada escondida, pero muy penetrante. Se hizo la desentendida y empieza a jugar a secarse la transpiración de manera natural, aunque ni ella se lo cree. Imagina que él se debe estar excitando. Y aunque no hay nada de lujuria en su acción, siente que su entrepierna se va humedeciendo.
Entonces, escucha la puerta. Alguien entra abriendo con la llave. Rebobina a mil en su mente para adivinar quien en estos últimos tiempos pudo haberse quedado con una copia. Desea voltear para descubrir quién es. Instintivo. Un fuerte y muy breve “¡No!” la congeló; y tampoco le dio indicios del dueño de esa voz.
Una luz de rojo intenso, de un cartel de enfrente, le hace transparentar la camisa, evidenciando formas bien definidas. Una leve brisa, por momentos, la deja absolutamente expuesta, para regocijo de cualquier otro que se le haya ocurrido salir al balcón en esa tarde de calor.
Él se acerca por atrás. Le besa el cuello. Le besa la nuca. Crees conocerlo por su olor, por su respiración pero no estás del todo segura. Sabés perfectamente que no podés arriesgar y errar.
Ante un leve intento de preguntarle algo, él te hace” shhh” con el dedo índice sobre tu boca. Y te venda los ojos con un pañuelo inconfundiblemente tuyo, que reconocés por el perfume.
No te gusta demasiado, pero no luchás. Cedés curiosa, temblando. Te saca la camisa, y te levanta los dos brazos. Es atractivo imaginar cómo tus pechos se levantan, apuntando sus pezones directo a él, a su boca. Pensás en un abrazo. Pero no. Hace un sencillo nudo con algo y engancha ambos brazos a la soga para colgar la ropa. Te recorre una frustración y reaparece el temor. No hay palabras, ni nada.
Estás mostrándote de frente a la calle pero ni lo percibís. Intentás cruzar las piernas como para cubrirte algo, por más mínimo que sea. Tal vez ya haya público disfrutando de un show inesperado.
Te agarra por un tobillo primero, luego por el otro. Te separa ambas piernas y la miel de tu entrepierna derrama gotas al piso. Estás a su merced, y gracias a la delicadeza de cómo lo hace, lo dejás seguir. Querés hablarle, lo necesitás. Pero tampoco deseas romper esa regla del ¿juego?
Una foto. Dos. Tres. Diez. El flash encandila a través de la tela de la seda del pañuelo. Estás deseosa de más. No sabés bien si después desearás ver esas imágenes o quedarte con lo imaginado. Y ahora una pluma se moja en tu intimidad.
Escalofríos intensos. Que ahora llegan a un pezón y a otro.
Vuelve a un clítoris rebosante, definido. Otro escalofrío más fuerte que el anterior te obliga a pedir más. “Segui, por favor” rogás con un susurro. Más jugo, y hasta un pequeño chorrito de orina que escapa involuntariamente.
Él se levanta. Apoya suavemente sus labios en una boca desesperada. Te hace desear, si más fuera posible. Te contorsionas para meter tu lengua en esa boca atrevida. Con sus manos comprueba la solidez de los picos de tetas desafiantes. Aprieta fuerte cada pezón hasta el borde mismo de algo muy cercano a un orgasmo. Experiencia inédita, que te deja desorientada, mareada. Sentís haberte orinado sin más. Pero es pura esencia de vagina sedienta de su miembro.
Te desata. Confía en que sigas con los ojos cubiertos. No te lo pide, pero te sentís obligada a mantenerlo así. Él se recuesta en esas baldosas color granito. Y simplemente te deslizás introduciéndote un miembro recto. Lo acomodás con una mano. Mientras con la otra tanteás la baranda, haciendo caer una maceta con su planta incluída, hacia la calle. Reís asustada. Estuviste a una décima de segundo de sacarte la venda para corroborar si alguien se lastimó, pero esa mínima distracción la aprovecha para agarrarte de la cintura y hundirte lo más profundo posible. Un “ahhh” profundo fue inevitable.
Subís y bajás. Lento y rápido. Una y otra vez. Le llevás una mano a tu clítoris para que el orgasmo sea completo, insuperable. Rogás que resista, que no vaya a sentir rápido. Querés un poco más de eso dentro tuyo. No querés pensar en nada. Que los espasmos se repitan una vez más. Ahora subís lento, muy lento, como si ese miembro midiese mucho más, y una vez arriba, bajás con violencia, para llegar lo más posible hasta su base. Explotás de nuevo. Orgasmo azul profundo, diría alguna vez. Y saboreás que él esté “entero”.
Abruptamente, agarrándote de los barrotes de la baranda del balcón, te levantás.
Le mostrás tu trasero a pleno, incluyendo abriéndolo más todavía con tus dos manos. Lo invitás a que te penetre así, mientras ella recibe una brisa en la cara. Un sorpresivo chaparrón de verano, esos de gotas pesadas y violentas, coincide con una ensartada ágil y rápida. Casi en un par de embestidas después, ella está mojada tanto por dentro como por fuera. Cuando sale de ti, su esperma rebalsa y te recorre la pierna. En vez de cambiar de posición, debilitada por tanta energía entregada, más te afirmás a esos fierros frios.
Un vapor de lluvia, debido a esa diferencia térmica, sale de tu espalda. La imagen es gloriosa.
Desde atrás, un hombre profundamente satisfecho, a decir por sus gemidos agudos y aliento entrecortado, la desata y le saca la venda.
Ella se encandila primero mirando la nada. Piensa en girar y terminar con la incertidumbre. (¿Quien será?). Pero decide no hacerlo. Un par de minutos después, un portazo le hace tomar conciencia de cómo y dónde estaba. Sola con su ser. Feliz. Gozosa. Alguien la aplaude desde lejos. No se apura en cubrirse. Ríe en silencio. Se sienta en el suelo y apenas tapada con la camisa, queda dormitando en una pose ordinaria.
A la mañana siguiente, irás de nuevo a la boutique.
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