lunes, 21 de febrero de 2011

Cuarto de hotel



La  habitación se iluminaba intermitentemente, pero fue la vibración del celular lo que me despertó.
Apenas pude abrir los ojos para ver como se movía sobre la mesa de luz.
Estaría a unos escasos veinte o treinta centímetros, pero no podía mover ni un músculo.
Me sentía como hundido en la almohada, de la misma forma que un ladrillo queda semisumergido en la arena luego de ser soltado, dejado a merced, únicamente, de la ley de gravedad.

Así estaba yo, inmóvil.

Pensar que un rato antes no podía conciliar el sueño.
Si hasta navegué buscando sexo por Internet, pretendiendo alcanzar esa hermosa modorra que solo te da un buen polvo.
Pero ninguna de las ofertas me pareció excitante. Será que todavía me siguen gustando las mujeres con cara, y no esas con rostros pixelados o tapados con photoshop.
Es que lo que busco en definitiva es algo más que tocar unas tetas, o cosas así. 

Si hubiera visto una cara al menos, una sola, hasta perdonaría gorduras o imperfecciones. Convengamos que tampoco soy un adonis. Y en una relación comercial como tal, ambas partes deberían quedar satisfechas. 
Negocios son negocios.
Pero ver mujeres sin caras es como que no hay franqueza.

Tal vez lo que más necesito es una sesión con mi sicóloga en vez de una cogida paga y al azar.
Me es inevitable esbozar una sonrisa pensando en una doble función de mi terapeuta, la cual seguramente, ahorraría meses de charlas si al mismo tiempo de analizarme me hiciese una buena paja, por ejemplo… ¡Hasta podría amenazarme con no seguir si no le confieso algún retorcido nudo de mi infancia…!
(“Si no me decís a quien querés más, si a papá o a mamá,  paro acá mismo y termina la sesión…”)

Ja!

Y uno acabaría confesando hasta la vez que intentó ahogar a su propia hermanita cuando no dejaba de llorar.
Son increíbles las cosas que un tratamiento así podría lograr de los estúpidos hombres.
Y como premio a la sinceridad más absoluta -bajo circunstancias extremas-  una explosión de esperma para sacar al mismo tiempo toda la mierda que uno lleva guardada bien adentro desde hace años.

Se lo voy a proponer a mi sicóloga, y quien te dice, estoy inventando una nueva rama, la “sicología masturbatoria”

El maldito celular insiste.
Es una llamada, no un mensaje.
Y eso es bueno y  es malo.
Al ver que no atiendo, podría desistir. Pero si es realmente importante, tratará de lograr su cometido. En cambio, un SMS no atendido seguiría rompiéndome las pelotas unas cuantas veces más y lo terminaría leyendo.
También podría hacer un esfuerzo y abrirlo y cerrarlo, rechazándolo y listo. 
Mañana vería a quien le reboté la llamada.
Pero no tengo fuerza.No fuerza física.
Parece difícil de explicar el cansancio mental. Es como que uno no tiene justificativos suficientes. Si cuento que corrí todo el día, que tuve que ir a pie sesenta cuadras porque se me quedó el auto o perdí el colectivo, está bien. Se banca la escusa.
O el desgaste corporal de una mudanza. Hay sí también hay compasión.

Pero si lo que te duele es adentro, la cabeza o el corazón, pero en la parte de los sentimientos, uno pasa a ser un quejoso, un molesto, o un vago. Con un “¡dejate de joder!” creen que te dan una mano bárbara. “Boludeces de uno, perdón”, llegás a pensar.

Y lo que tengo es mental.

Pero si fuera una “enfermedad mental” ya sería digno de recibir todo tipo de sugerencias médicas pero de ningún médico, sino de todos los que hablan por hablar. 
Encontramos sabihondos a cada paso.

¡Donde fueron a parar las épocas en que un mal de amores, por ejemplo, era tomado no solo con romanticismo, sino hasta con cierto respeto!

Se va a caer al suelo.
Ya está muy cerca del borde y odiaría que por mi falta total de movilidad se haga mierda   contra el piso que, para colmo, no es de alfombra.

Repaso mentalmente mi lista de contactos, de aquellos que tienen este número. No son muchos, dado que hace poco reinicié mi vida y, entre otras cosas, también me regalé un relativo anonimato para olvidar viejos y nada saludables recuerdos.

Encima nunca una llamada a las dos o tres de la mañana puede ser buena. O casi nunca. No me imagino a nadie dando una buena noticia a la madrugada.

Eso está mal. ¿Por qué las buenas noticias pueden esperar y las malas no? Debería ser justo al revés, para alegrarle la vida a la gente y no para no perder ni un segundo en amargársela.
Un “me caso” o “me recibí” o “me voy de viaje” parece que puede esperar, pero una tragedia, por más consumada que esté, y nada podamos hacer, llegará siempre primero que nada…


¡Que lindo estirarse de punta a punta en una cama grande, solo! 
Para eso, para sentir el roce de la sábana de buena calidad, de hotel caro, no tengo fiaca. Ese movimiento, hasta sensual, me aleja más de la mesa de luz, pero me acerca a extrañarla.

Además hace algo de calor. El gran ventanal, abierto de par en par, donde las cortinas apenas se mueven, también me hacen acordar a ella.
La imagino con ese camisón largo, fino, blanco casi transparente. Lo dejaría caer, mostrándome su desnudez completa.
Tal vez algo de erótico sudor bajo sus pechos y donde termina la cola.
Me gustaría tenerla al lado.
Acariciarla suavemente, o abrazarla desde atrás.
Pero es imposible. 
Todas las veces que la recuerdo, al cabo de unos minutos, asumo que la idealizo.
Ella no está.
Incluso llego a pensar seguido que nunca estuvo, que sólo fue un sueño. Maravilloso, dulce, pero sueño al fin.

Y se fue. Precisamente como un sueño al despertar.
Atrás quedaron las fotos, las salidas, los proyectos. Pero gracias a su emperrada testarudez, todo lo idílico pasó a ser terrenal. Todo lo romántico y meloso -lo asumo- se convirtió en burocrático y formal. Hasta diría “correcto”, pero no creo que el amor, o mejor dicho, la pasión que yo le daba, pueda medirse con parámetros de calificación lógica.

Detesto los extremos.

No soy de los que dice que las cosas son blancas o negras.
No lo siento así y me molestan los que así lo piensan.
Tampoco me gusta decir que “hay grises”. Para mí hay colores. Muchos. Vivos y pálidos, alegres y tristes. Nunca grises de manera genérica.

Cuando la vida se llevó la de mi viejo, era azul, y no gris como el día. Era un azul cielo si querés, porque para allá -convencionalismos aparte-, él se fue.

Cuando nos casamos era amarillo, como el sol, sobre el muy verde campo.
En cambio cuando discutíamos era marrón. Marrón triste, como el color de la mayoría de los abrigos en días de invierno. Porque el viento en la cara, o la lluvia encima de uno cuando no es disfrutada, es marrón, tirando a ese rojo feo, ese rojo que no es rojo de energía sino de tristeza, una especie de bordó. 

Odio el bordó.

En cambio, sea esa llovizna que apenas moja o una tormenta que te empapa, y estás feliz de que así sea, como cuando eras joven y estabas enamorado, es celeste… o verde claro. 
Verde agua, puede ser.

Pero discutir con ella era marrón.
Si, si, marrón mierda, podés pensar. Capáz que de ahí venga la sensación.

¡Y dale! Otra vez esa luz en el cuarto, como una mezcla de luciérnaga con tábano.

¡Y se cayó al suelo nomás! Ruido feo, te diré.

Y entre los pocos contactos está ella. No se lo di yo al número, pero sé que lo tiene.
Yo decidí racionalmente no dárselo.
Etapa de cambios significa eso: cambios.

Ya no sos más mi Margarita, decía un tango, ahora te llaman Margot.
No es su caso. Digo, como la del tango, en que ella de ser una chica de barrio y la novia que todos amamos encontrar, descubre el mundo de la promiscuidad… Uy! Que solemne que suena así explicado.
Pero sí puede parecerse en la queja sobre lo poco agradecida que resultó, al igual que Margarita. O Margot.

No voy a decir que le di la vida, sería exagerado.
Pero si que mientras la amé - ¡y cuanto la amé! - siempre  viví pensando en ella.
Pero terminó yéndose con otro. 

Lo que yo no hice, lo hizo ella.

Tal vez se cansó de algo, de mis sermones, de mi constante queja… 
Y lo que nunca me animé a resolver, lo resolvió la vida.

La extraño. Mucho.
Tanto como para no animarme a olvidarla, ni por un rato,  con una de esas gordas de cara borroneada de Internet.
¡Cuánto la extraño! 
Mirá porque te lo digo: en una nueva repasada por el sitio de "mujeres que esperan que las llame" y que sigue abierto, - bajando seriamente mis niveles de calidad y exigencia-  una Jaqueline, o una Vanessa, podrían engañar mi angustia, al menos por un rato.

Llegarían, se sacarían la ropa con la gracia de un camionero -subestimo con mis prejuicios- y me exprimirían un miembro tan excitado como tonto de sobornar y/o engañar también.

Yo experimentaría tocar otra piel, recorrer otros pliegues, sabores y olores distintos ¿pero muy parecidos? y si, eso no lo dudo,  seguramente descubriría sensaciones inéditas a manos de una verdadera profesional… es una oferta más que tentadora, no lo voy a negar… serían una o dos eyaculaciones con un placer relativo, exclusivamente físico, y luego abrir la billetera para concluir el convenio.

Y sé que deseo mucho todo eso, pero lo deseo con ella.
El seguir abrazado “después de”.
Jugar con sus pechos, besar sus cachetes, conservar su olor en mis dedos… Y tenerla a otro nivel, acá, en el alma.  

El hecho de perderla, de no tenerla a mi lado, de estirar la mano y recordar su forma, su suavidad, sus zonas cierta vez prohibidas a cualquier otro humano en la tierra, hace que una vez más la idealice.
Y me encantaba tenerla como mi ideal.

Ya no suena. Ni vibra, ni se ilumina más la habitación.
O se cansó o pasó lo que temía.

Apenas puse un pie en el piso, recibí el pinchazo de una parte de mi ex flamante celular. Diría que una tecla, o un pedazo de vidrio, se clavó en el medio de la planta, y ya al instante brotaba sangre.
No solo la pantalla quedó partida en varios pedazos sino que no creo que vuelva a andar.
Fantaseé pensando que era ella, arrepentida de todo, después de pelear con él, que me buscaba de nuevo.
No lo sé.
Que se dio cuenta que nadie la amaba como yo.
No lo sé.
Que revolvió fotos y vio la alegría que supimos conseguir, y valoró cada instante conseguido, cada abrazo, cada gemido a fuerza de pasión sincera.
No lo sé, ni lo sabré.


Todo eso fue esa noche.
Y ninguna otra noche más.
En mi nuevo celular, no guardo ni un solo contacto que sea personal.
Miento: Sí tengo un número, de "emergencias”: el de una chica con cara borroneada al que algún día, tal vez, llamaré...









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