miércoles, 19 de enero de 2011

Más que nunca


Ya con ese vestido sentí que se me estaba insinuando.
Seguramente, si se lo preguntase, lo negaría. Porque su seducción no era premeditada.
Ella destilaba sensualidad sin darse cuenta. Sin embargo, conciente o no, por alguna razón, eligió ese vestido mezcla de inocente romanticismo con transparencias provocadoras.
Debo decir, aún a ser tildado de macho básico y elemental, que apenas la vi más de cerca, me costaba mantener la mirada en su mirada sin bajarla hasta sus pechos.
No se veía demasiado, porque la tela era roja, casi del mismo tono que sus pezones, doble talvez, para armar más lo que cumplía la función de corpiño. Bastante armazón, imaginaba, necesitaría habitualmente, para sostener esas dos impresionantes tetas, como si de tensores de una monumental obra se tratara, para mantenerlas erguidas.
No era tan así, porque su piel era joven y fuerte. Pero daba la impresión se estar haciendo fuerza conteniéndolas. Y pensar eso, en liberarlas y en ser yo, con mis manos como cuenco las que las sopesen, las bamboleen, me excitó muchísimo.

La idea primera era bajarle el bretel (algo complicado, por que era de esos que son una sola tira cruzada por detrás, por la nuca, que para sacarlo debe pasarlo hacia delante por la cabeza) y apretarle los pechos desesperadamente con las dos manos, hasta poder meterme esos pezones enteros un mi boca. Chuparlos con fuerza y allí hacerla tener uno, dos, tres escalofríos inmediatos.
Pero quería ser tierno, delicado. La fantasía de agarrar el vestido por cada uno de los pedazos que cubrían esas dos hermosuras y pegar un tirón seco rasgándolo hasta desnudarla violentamente, y dejarla expuesta solo con una mínima tanga, me rompía la cabeza.
“Ya lo haré” me convencía mentalmente para cumplir ese capricho algún día en el futuro.

Se dio cuenta que me gustaba como se había venido. Y no era para menos. Con un
“¡Mirame a los ojos y decime si te gusta como estoy!” confirmó que ya se había dado cuenta de sobra y participaba del juego. Le contesté y respondió con un mohín como de poco satisfecha, como que el elogio era escaso. Lo hizo con esa picardía que sabía me iba a calentar más.

Nos sentamos abrazados y besándonos apasionadamente, sin muchos prolegómenos.  Inevitablemente -juro que lo intenté, pero el instinto animal, salvaje y elemental ganó el combate de manera muy sencilla- la tela generosa y volátil de esa pollera gigantesca jugó su papel de cubrir y descubrir al mismo tiempo.
Con una mano primero fui recorriendo su pantorrilla, hasta llegar a una cola redonda, suave y profunda. La otra mano empezó entrelazando los dedos en su pelo al tiempo que la besaba ahora más profundamente.
Maravillosa fue la sorpresa de no encontrarme con ninguna prenda que demore la aventura de acariciarla desnuda. No pregunté. Imaginaba respuestas sonsas como que “tenía calor”, “que le apretaba” o hacerse la que no se había dado cuenta de semejante olvido, en vez de ser sincera y decirme lo que esperaba de mí aquella jornada.

Estaba ahí.
Su más secreta intimidad.
A un dedo de distancia, o menos, la tentación de tocarla donde más fantaseo.
Zona oculta, prohibida, arrasadora de todos mis pensamientos en soledad.
Moría por invadirla, sin autorizaciones ni permisos.
Quería hundirme entero allí.

Ella siguió la partida con una sonrisa tímida pero desafiante. Me miraba también con deseo. Pero ese deseo controlado, analizando cada microsegundo de este encuentro.
Mi mente viajaba pensando que ella haría lo mismo si cada uno fuese el otro.
Que estaría igual de ansiosa, costándole controlarse ante tanta mujer.
Todo, gracias a todos los dioses juntos, y sino no encuentro otra razón, pasaba como en cámara lenta, y yo disfrutaba como nunca, con los sentidos a pleno. Con casi todos: vista, oídos, olfato, tacto… El gusto ya llegaría a mucho más de lo que llegó a disfrutar de sus besos y mordiscones.

Me levanté. Me puse frente a ella y registré ese espectáculo inenarrable: la mujer más linda de la tierra frente al hombre más feliz.
Y decir que la más linda estaba ordinariamente abierta de piernas, de par en par, como le enseñan que nunca debe ponerse, pero haciéndolo con increíble sensualidad, encima invitándome a entrar en ella, lo hacía más espectacular todavía…Único.

Dejó al descubierto los pechos, y el vestido ahora solo era un trapo arrugado y retorcido que apenas le tapaba la panza.
“¿Me lo saco?” preguntó como quien está dispuesta a hacer lo que le pidan.
“No”.
Me saqué la camisa, me bajé los pantalones y el boxer. Como un resorte mi verga saltó liberada.

Debo reconocer que yo no sabía hacia adonde mirarla. Su intimidad, labios y clítoris que brillaban por el líquido que brotaba, o a su cara, mirándome hacia mi desnudo falo, que latía buscando crecer un poco más todavía.
Me agradó muchísismo que me la mirase. No voy a decir que soy un superdotado, pero también es real que no me hace quedar nada mal el amigo. Sobretodo porque cuando el estímulo era como el que yo tenía ahí, servido en bandeja de plata, siempre hacía un esfuerzo por pegar un estirón extra.
Y su mirada hacia allí fortaleció mi sensación de que tenía verdadero apetito de mí. Como yo lo tenía por ella.

“Por favor, tocate un poquito” susurré con timidez.

No tuve que decir más. Se humedeció los dedos índice y mayor en su boca solamente para que yo delire, porque ahí abajo no necesitaba nada: era un manantial el que fluía.
Jugó con un clítoris gordo, rechoncho y hasta diría feliz, sabiendo que hoy era día de fiesta, y despacito se sumergió los dedos bien en lo más hondo.
En una de las recorridas -y sólo en una- acarició su ano aún virgen, produciéndole una sensación diferente, que todavía no llega a identificar como posible fuente de placeres.
Con la otra mano se encargó de separar bien esos labios, uno a cada lado.
Mi mano, con los dedos pulgar e índice, ya acariciaban la corona de la cabeza del pene.
Espamos, controlados aún, me empezaban a hacer temblar las piernas.

“¿Me chupás vos? Dale… estoy muy caliente…”  me sugirió.

Me acerqué, y abriendo más todavía esas piernas kilométricas, me zambullí de lleno con mi cara y mi lengua. No podía perderme por nada ese sabor tan a ella.
Miel pura.
Pura miel.
Desde el ángulo que tenía no podía ver bien sus gestos, sus dientes apretados, el parpadear de sus ojos… Le pedí que se incorpore con un almohadón, para gozar con solo mirarla.

Era maravilloso. Comía su intimidad con vista al cielo.
Decidió, si es que lo llegó a pensar, en aumentar la apuesta de volverme loco. Con sus manos se apretaba los pezones -soberbiamente pensé en que lo hacía por mí, aunque vi que descubrió que evidentemente le servía mucho más a ella- a un grado que si yo lo hubiese hecho, la haría gritar de dolor.
Y gritó, claro. Pequeños aullidos primero, largos y estrepitosos después.
Mi verga no podía más de contener tanta sangre que la mantenía rígida como un palo.
Aquel clítoris estaba hinchado, rojo, disfrutando de lo mejor que mi lengua podía darle.
Por instantes le daba respiro, dirigiéndome hacia su entrada, para mojarla más en sus jugos y hacer más sabrosa la caricia de toda esa hermosísima concha.
Y llegó un primer estallido importante. Pidió que no parase, como si yo me hubiese desanimado, algo absolutamente infundado: estaba en la gloria y no pensaba abandonarla por nada del mundo.
Cambió rápido de idea, interpretando frente a lo que mis estímulos le provocaban, que era mejor que ahí mismo la penetre.

“Cojeme un poquito, y después chupame hasta el final”

Eso de “un poquito” me causó gracia. Entonces, sin entender, me preguntó porque me sonreía.
Empecé a balbucear una explicación que no escuchó. Su propio placer al sentir como estaba entrando en ella la llevó a un grado donde no se escucha ni se piensa en nada.
Mi miembro se deslizó tan fácilmente gracias a tanta humedad, que el vaivén del ir y venir se hizo rápido y constante. La electricidad que su interior caliente me producía se desparramó por todo mi cuerpo. Los dedos de los pies sintieron una cosquilla diferente, que me obligó a cerrarlos como un puño. Me aferré a sus dos tetas como para no caerme del paraíso al cual estaba llegando y así entrar y salir en ella se hizo lo más lindo de la existencia humana.
Me acomodé para tratar de mordisquear sus pezones. Necesitaba chuparlos y llenarlos de besos apretados. Con saliva ahora brillaban como pequeñas pepitas sumergidas.
Le gustaba, tanto que sus manos me alzaban esa cima más aún hasta mi boca apretándolas desde la base, produciendo que sus botones rosados se inflen al máximo que la piel se lo permitía.
Su cara me mostraba gestos que son imposibles en otra dimensión. Placer auténtico, como para desmitificar aquello de que las mujeres pueden fingir. No mentía su boca abierta, capturando todo el aire de su alrededor.
Luego juntó sus labios y un Mmmm aspirado cerró el instante como si fuese el suspiro de un alma, conquistándola.

Alterné mi sexo con mi boca para que llegue al puerto soñado. No hay visión que supere el verle arquear su espalda, abriendo todos los sentidos a un orgasmo intenso. Hasta los poros pedían explotar. Sonaba a que necesitaba más y más, a que jamás quisiese que termine.
Gozó.
Y la amé como nunca.
Eso sentí.
O más que nunca, aunque a decir verdad, no sé muy bien si alcanza la palabra amor a toda la pasión que juntos nos generábamos.
No importaba demasiado.
Ahí lo fundamental era que nos teníamos

Como si un poco le faltara, terminé clavándole nuevamente mi masculinidad con impulso, con garra, a sabiendas de lo que buscaba.
Se deslizó conociendo el terreno, ágil y lubricada en toda su extensión. Era la más sabrosa de las caricias que una mujer puede regalar. Deseaba que ese instante sea eterno, pero sabiendo que lo más bello también tiene un final, en unos breves y cada vez más acelerados movimientos, estallé. Fueron cuatro explosiones cargadas de felicidad. Grité en cada una, como solo ella lo logra conmigo.
Estertores casi mortales, fulminantes. Agitación exagerada pero tan verdadera.
Mi savia la inundó por dentro y creo que ella notó el momento exacto de la mezcla de nuestros fluidos. Sintió ser bañada por dentro.
Su mirada fija puesta en mi cara, que descubrí cuando abrí los ojos, me erizó la piel, obligándome a una sacudida más, la final, la de la despedida después de semejante encuentro.
Supo gozar con mi gozo, mordiéndose los labios al tiempo que eyaculaba en su agujero. Ahora rió ella viendo lo que podía lograr en mí. Cara de “me parece que te gustó mucho” que comprendí sin mediar palabra.

Quedamos muertos en vida. Uno al lado del otro, desprolijamente acomodados en un sofá que mostraba signos de una lujuria sin pausas. Desnudos, un rato dormimos extenuados, así, casi sin tocarnos. A desgano, sin fuerzas, ella agarró el vestido, lo sacudió para extenderlo y así cumplió el rol de sábana mínima para justificar que apenas un poco nos tapase. Algo necesario dado que los cuerpos se enfriaban, y que la temperatura febril de la pasión había descendido.

Una hora después quizás -o tal vez mucho más- con una ternura inimaginable, acercó su boca a mi miembro flácido y retraído y con un suave beso me preguntó:

“¿No te vas a levantar?” apenas dijo, aunque en realidad no sé muy bien a quien de nosotros dos ella le estaba hablando.

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