viernes, 18 de noviembre de 2011

Cenizas y Terremotos.




Apenas me dieron la noticia, protesté.

Era mi fin de semana tan esperado el que se me arruinaba por completo. La idea era que nada de nada, ni este bendito tema del volcán, los terremotos o el tan absurdo fin de mundo que se anunciaba, iba a impedir tirarme en casa a hacer nada.
Sin embargo…
El Instituto Geofísico del Mercosur mandaba un científico,  un tal Augusto Edelmar Da Florida Oliveira a sacar muestras en las cercanías del volcán Tronador. Parece que ahora, un Doctor Emérito de no sé qué, un brasileño sabelotodo y premiado con un montón de galardones, tiene ganas de descubrir la pólvora. Según me informaron la semana pasada, el viejo descubrió una manera de anticiparse a la madre natura y sacarle data sobre cuándo tendrá ganas de sacudirse. Y aprovecharon todos que yo estaba distraída y me designaron a mí como su “feliz” acompañante.
Los putié a todos de arriba abajo. Escuché delante del presidente de Parques Nacionales las excusas más pelotudas e indignantes que jamás había oído. Desde  la de Marion, que la ceniza le estaba dando taquicardia, hasta lo de Victor Senillosa, jurando que la madre estaba internada… Ninguno de los catorce que podían ir, podía. Y listo: 

¡Manden a la boluda de Chelita!

Amo la montaña. No hay nada más excitante en toda la naturaleza que su presencia. Mezcla de poder, majestuosidad, virilidad, seducción, color, energía. Todo eso y más. Viaje mucho, pero el paisaje de mi Bariloche nada lo iguala.

¡Pero era “MI” fin de semana, después de varios meses sin parar! Todo el desastre que vivimos me tuvo permanentemente activa. Me habían dado francos, pero sentía que mi lago, mi tierra me necesitaban, y nunca me los tomé.  Hasta un día donde virtualmente, no pude más.

Y como boluda que soy bien asumida, no discutí más y acaté la orden. El sábado bien temprano esperaría en el hotel Tronador a este hinchapelotas, imaginaba yo, cargado de chirimbolos, aparatitos, y computadoras. En realidad tendría que haber ido yo a la terminal a buscarlo el día anterior, pero no quise soportar quejas de un pobre tipo que, al no disponer de vuelos internacionales, se le borró la raya del culo después de más de sesenta horas en un micro desde Rio de janeiro. Entonces me junté la noche anterior con mis amigos del hotel, cené y dormí como los dioses en un rincón del paraíso y  le oré a Dios para que esas próximas horas pasaran a la velocidad de la luz.

Y me arrepentí del rezo.

Cuando el tal Augusto bajó de la combi que lo llevó hasta allí, por un instante perdí la conciencia… Habrán sido cuatro segundos, y como en cámara lenta. Morocho, grandote, con unas bermudas y camisa al tono.  Una boca entreabierta y mirada deslumbrada, descubriendo la magnificencia de los bosques. Así era Augusto.
Volví en mí a tiempo como para revisarme,  chequear que todo esté más o menos en su lugar, meter bien mi rodete dentro del gorro de la institución, y levantarme acomodando el short para que se me marque bien la cola. Me acerqué manteniendo una distancia exagerada para un saludo con la mano, lo que hizo que me incline bastante.

-Hola. Buen día… Yo soy Marcela, o “Chelita” como me llaman todos, me asignaron para que lo ayude en su tarea.
-Hola. Meu español nao é bom… Mas eu nao precisa muito de vocé. Obrigado.

Morí. Juro que morí con el morocho. Hablaba tan lindo. Dientes blancos. Ojos luminosos. Y ese tono que me daban ganas de decirle: “yo te enseño todo, papurri!” Y una tabla de lavar que se la adivinaba debajo de su camisa.
Me hice a un lado y detrás de un árbol, me arrodillé mirando al cielo para que Diosito cancele mi pedido anterior de fin de semana veloz y lo cambie por uno intenso. Nunca me sirven demasiado estos ruegos, pero no perdía más de segundos en intentarlo.

¿Qué tendría? Veintitres? ¿Veinticinco? Y bueh… si, es chico para una casi cuarentona como yo, pero el sacrificio de perderme  el finde tiene su precio, después de todo.
Portando un GPS grande, y una netbook  fue detallando posiciones en un programa, para mí, desconocido. Tiraba líneas de aquí para allá. Después de avanzar varios kilómetros por bosques milenarios, frondosos, paramos como en siete lugares diferentes y, pala en mano, escavaba unos cincuenta centímetros para tomar muestras de la tierra y depositar una especie de cubo de bordes redondeados. Le activaba algo, se prendía un led, y lo tapaba con una piedra grande. Luego corroboraba en su computadora estar recibiendo información de ese sensor.
Todo sin soltar una sola palabra. Apenas un “aquí, agora” mientras me indicaba el siguiente destino en el google maps. Supongo que su increíble profesionalismo, ordenada metodología y  la poca compatibilidad lingüística entre ambos hicieron que habláramos poco y nada.

Todo lo lindo que tenía, también lo llevaba de parco. Igual, cada vez que se recogía el pelo en una pequeña cola detrás de la nuca, me producía un lindo escozor. Al levantar ambos brazos era como que se le estilizaba el tronco y quedaba más vulnerable. Uy Dios! Estoy hablando demasiado…
Me serené, me dije  a mi misma: “Chela, todo termina acá… de vuelta al hotel y a aprovechar lo que queda del finde…”
Al indicarme que había repartido todos sus aparatitos, me miró fijo y soltó un deseo.

-Gostaria de tomar um banho
-Ok, vamos al hotel. 
-Nao, nao… em uma cachoeira, nesta paisagem.
-Eh? ¿Cacho qué?
-Uma cascata, donde cae agua.

Y sí. Ese escalofrío volvió. Una no es de fierro tampoco.
Subí al jeep tan rápido como pude y enfilé hacia El saltillo de las Nalcas, en medio de un bosque paradisíaco. Dejamos el auto antes de un puentecito colgante y recorrimos unos cuantos metros a paso vivo.

Al llegar, yo que conozco el lugar hace años, me di cuenta que perdí el don del asombro. El brasileño se quedó enmudecido. Yo como si nada, seguí hasta el borde mismo del estanque natural que se forma al pie de esa belleza ruidosa. Había muchísimo caudal gracias a las nevadas pasadas. Él se acercó a mí y me agradeció que le comparta ese tesoro.

-¿Posso?
-No, no hay pozos. Es playito… bajito… 
-Nao, eu digo… yo digo si posso, si podo meterme… ¿ducha?
-Ah, si! Pero mirá que es fría… yelata… -le dije en algo más parecido al italiano que al portugués.
-Eu estou queimando.

Después de semejante respuesta, así como así, se saco todo.
Todo.
Y se dirigió hasta donde la cascada hace una cueva por detrás de su caída. Al irse me impactó ver su trasero durito, redondo. Y apenas imaginé ver algo que le colgaba por delante. Pero debió ser mi pobre cabecita.
Instintivamente, al llegar hasta allá y ponerse de frente a mí, me di vuelta pudorosamente. De manera inocentemente boluda, hice como que me olvidé algo para pispearlo un poco. Y fue ahí que coincidimos: él me miraba a mí mientras se refregaba debajo de esa agua helada.

Fue un gesto. O imaginé un gesto tal vez, invitándome.
No sé. La cosa es que como si nada, me saqué todo menos la bombacha. En tetas ya había estado en playas tomando sol alguna vez y eso no me incomodaba tanto. Sin embargo, al estar cerca de él, me tapé con mi brazo. Y la bombacha, como una vez me dijo mi mamá, la bombacha es sagrada.
Es fuerte tener a un morocho así, de semejante porte, desnudo, a solo quince o veinte centímetros.
Me alcanzó su mano, y apenas me agarró me sumergió debajo de esa lluvia celestial. El gritito que pegué por el impacto térmico me lo calló con su boca desesperada. Me quedé inmóvil. Recibía un beso inesperado aunque deseado. Su lengua no tardó en invadirme. Recuerdo que apenas abrí los ojos por un instante y todo era una foto de película romántica. Pero los cerré y disfruté esa pasión arrebatadora.
Sentí su mano en mi cola, por debajo de la tanga. Apretaba fuerte el negro y eso más me calentaba. El agua caía torrencialmente. Tanto que era imposible no tragar algo cada vez que nos despegábamos para tomar aire.
La temperatura de mi cuerpo subía e imaginé que debería salir vapor de mi piel. Estaba excitadísima.
Dejó de besarme y se dirigió a comerme las tetas. Lengua sabrosa que endureció mis pezones de manera instantánea. El agua fría ayudaba. Yo, con cierto disimulo dejé caer mi mano para rozarle su entrepierna, y me encontré con una pija dura como caña de colihue, gordita y larga. Sentí un resoplo hermoso cuando la rodeé con toda mi mano y comencé a agitársela.

Mi bombacha, después de la invasión de su mano, ya estaba por las rodillas. Terminé deslizándola hasta el suelo, donde quedó toda embarrada.
Nos acomodamos en el piso, donde la cascada nos rociaba levemente. Me pidió que se la chupe, pero especialmente los huevos. Mi lengua recorría una superficie rugosa, tensa, imaginaba yo rebosante de esos líquidos que amo ver brotar y saborear. El emitía sonidos de placer diferentes. Pensé que me estaría diciendo guarradas en portugués y me causó gracia. De pronto me preguntó si me animaba a jugar con su el orificio de la cola (“meu buraco do anus”, dijo)
Fue extraño, ya que nunca me lo habían pedido. Sentí como que algo así debe ser para el hombre meterme la lengua en la concha, y me divirtió.

Yo estaba empapada por todos lados y el guacho todavía no me había acariciado mis labios de abajo. Cuando sentí que estaba llegando a un punto extremo de excitación, me paré delante de él y simplemente me dejé caer introduciéndome semejante miembro de un saque. Uff, fue demasiado para ese primer empellón. Creo que alguna lágrima llegó a salir de mis ojos. Pero como era más gorda que larga, Sentí como se me abría paso con cierta violencia. Eché mi cabeza para atrás y comencé a cabalgarlo.

La imagen de ese agua cayendo casi hipnótica, (como cuando voy en auto durante una tormenta y la nieve golpea el parabrisas), un pequeño arco iris formado por el sol que asomaba, la libertad de dos pechos libres, saltando ante cada subida y bajada mía, y el deslizamiento de esa carne dentro mío, aceleraban el camino de un orgasmo encantador. Sus dedos y los míos se encontraban en medio de un clítoris rechoncho, feliz, orgulloso del regalo que recibía. Mis marejadas de placer eran eternas y efímeras, pero volvían una y otra vez. El movimiento de su tórax ante la proximidad de su acabada me estremecía. Le puse mi mano sobre el pecho y sentí su corazón volar.
Lo miré con ternura mientras imaginaba mi cara de reventada divina, con el pelo mojado, pegado a mi rostro de manera desprolija pero salvaje.
Suele sucederme que allí, cuando estoy al borde de la explosión mayor, me pongo a pensar si debería dejarme ir, o pensar en cambiar de posición. A veces la arruino. Porque cortar ese mambo maravilloso puede ser peligroso. Pero me arriesgué: salí de él, y ante su desconcierto, le pedí que me la meta por atrás. Me incorporé para apoyarme con las dos manos en el paredón de piedra, dejando mi orto justo bajo la cortina de agua. Él no tuvo más remedio que embocar mi agujero bajo esa torrencial cascada. No le costó ya que mis jugos suelen ser generosos lubricantes y facilitaron que se deslice dentro de mí.
Allí sí, no fueron demasiados los vaivenes necesarios para la gloria. Ambos estábamos con poco aguante a esa altura. Sentía que me estrolaba contra la roca pero poco me importaba. Al sonido del agua caer se le sumaba un    chap-chap del impacto entre su pelvis y mi culo bajo agua. Experto en terremotos, sentí que me hizo temblar toda.
Creí que me salía por la garganta. Un grito mudo, sordo, seco, salió de mí. Mezcla de “no termines” y “basta por favor”. Sus espasmos fueron claros, contundentes. Otra vez sentí cambios de temperatura violentos. Comenzaba a enfriarme pero cuando sacó su caña choreé  jugos calientes.
Tuvo el hermoso gesto de abrazarme fuerte, dando calidez y ternura. Y sostén, ya que las piernas se me doblaban solas.
Al cabo de un rato, ya estábamos en el jeep más “presentables”. Yo sin bombacha, ya que era un asco como había quedado, negra de barro.

-Ponte a calcinha.
-¿Así? ¿Sucia?
- se, colocá-lo … Eu conheço uma maneira de limpar. Mas você tem que tê-lo colocada.

Hasta acá llega esta historia. De cómo hizo para lavármela, puesta, con un método que nunca había probado y que encima haya sido tan excitante y placentero, se los dejo a su imaginación.

Lo que sí les digo, es que jamás vuelvo a protestar ni por las cenizas, la falta de nieve o los fines de semana que tenga que trabajar.









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