lunes, 21 de noviembre de 2011

Sacarme todo





Eso quería.
Sacarme todo de encima. Como esa famosa mochila que uno carga permanentemente y lleva de aquí para allá sin ningún sentido.
Todo.
Estoy agotada.
Me doy cuenta que anhelo los fines de semana como si fueran viajes a Disney, como si -por fin- fuera a conseguir lo que nunca consigo.
Y no.
No soy ninguna tarada. Sé que eso de “el que quiere celeste” es tal cual. Pero mi “que le cueste” es demasiado caro para lo que puedo pagar.
Algo estoy haciendo mal, es más que obvio. Y encima me agarró un ataque de sincericidio que, cuando Andrea me señala con el dedo acusador, lo asumo.
Ya sé… no soy boluda.
Sería buenísimo echar culpas y listo. Si fuese el método, mi vieja estaría retorciéndose en el cajón hace un buen rato. Ella me hizo bastante daño. Suena a forra, a malparida endilgarle culpas, pero es así… No digo que lo haya hecho de turra, de mala madre… no. Pero que me cagó, me cagó.
O la abuela… ella también: generación de mierda que se masticó que nuestra tarea era servir a los hombres. “En la vida estamos para sufrir” solían decirme cuando les protestaba por algo que yo no quería hacer, desde ir a comprar el pan o estudiar para una prueba. ¡Boludas!
¿Y yo? ¿Acaso no repito el esquema? ¿Dejé de ser boluda?
No… soy re boluda. Por no tener huevos… y no me vengan con eso de “ovarios”… No lo digo por lo físico. Lo digo por lo que significa. 
“Cojones” suena mejor. Eso digo. Pelotas.
O simplemente audacia. Decisión. Valentía.

La fiesta de la que vengo otra vez fue más de lo mismo.
¿Fiesta? ¿Dije fiesta?
Bueh, “eso” fue un embole. Yo podría haber cambiado mi postura y no me animé.
Los tipos, enchufados con la Play. Las minitas, hablando superficialidades y envenenándose mutuamente con la mejor sonrisa de plástico que el cirujano les vendió.
Tomé distancia y vi ese lamentable espectáculo. Los dos grupos eran patéticos.

Yo, solamente, buscaba amistad. 
Si… “solamente”.

Es que me siento una absurda en estos tiempos. Quiero alguien que me hable, que me escuche. Quiero saber que existe un compañero, y no un “contacto”. Me rompe tremendamente las pelotas - pelotas, de nuevo- eso de “te re quiero”, “sos divina” y esas cosas escritas como al pasar. Y no pretendo nada especial. Solo encontrar alguien más o menos como yo. ¿Soy una marciana?
Pero seguiré buscando. Ya intenté declararme inoperante, incompetente. Discapacitada de amar. Si. Un tiempo me resigné y me dije: “Sos vos. Estúpida ilusa.” Pero al cabo de un tiempo, el pus por algún lado tenía que salir. Si, me estaba infectando con mis propias mentiras. Y ahí fue que me rajaron del laburo.

Rechacé cientos de veces el baboseo de Alfonso. Miles, te diré. No era ni mi tipo ni nada. Pero escuché a los que no tenía que escuchar, y cuando me dijeron “al final, sos una jodida vos…te vas a quedar sola para siempre” transé. Hice tripa corazón y me entregué más a su tripa que a su corazón. Me hice la que la pasaba bien, a que me gustaba su estilo (¿estilo? Jajaja) Me forcé a ponerle onda. Pero un día,  que dio la puta cuestión de que estábamos en la sala de reuniones, apenas pasó detrás de mí y me tocó la cola con total desubicación y de manera ordinaria, como para que los demás lo vean, salté.

No.

No fue ni un cachetazo, ni un grito.

Tampoco un ataque de histeria común y silvestre. Ni un rodillazo en su entrepierna.

Agarré la notebook del director de marketing y se la partí en la cabeza. Después la revoleé contra el ventanal que da a la avenida. El vidrio se partió en millones y un parante de aluminio le hizo un tajo en la cara a Hernando, de contabilidad. Me quisieron agarrar y ahí sí, le di una patada en los huevos a Abdala, el sub gerente.
A Marcia, la chupapija que se acuesta con Abdala se le ocurrió “enfriarme” con agua de la jarra, pero me tiró café caliente. Y le arrojé tal manotazo que me enrosqué en su collar llevándomela contra la mesa de madera.

Fue caos.

Y me echaron.

A mi sola. Al turro de Alfonso lo protegió aquella "ley" de que las minas somos locas, histéricas. La reputa madre que los parió.
Listo. Veré de hacerles juicio. Pero ese no es el tema.

Por eso lo de sacarme todo.

Quiero empezar de nuevo. Llegué a casa y literalmente me quedé en bolas. Estaba transpirada y encima la ropa tenía olor a cigarrillo. Me bajé un litro de jugo de naranja helado, directamente parada al lado de la heladera, con la puerta abierta. El frío vapor salía y me refrescó de golpe. Estuvo agradable.
Adrede, como si fuese para una sesión de fotos, dejé chorrear algo de jugo por la comisura de mis labios. El líquido recorrió primero el cuello, pasando después por entre medio de mis tetas.
Sonreí. Largué un resoplido cargado de picardía. “Tonta” pensé. “Te vas a quedar toda pegoteada”.
Jugué en mi mente con esa palabra y sentí un temblor. Inevitable asociar jugo con “jugos”. Y de nuevo ese temblor que no sé bien donde nació pero se expresó en mi vagina.   

Me tiré otro chorrito, más generoso deseando absolutamente y de manera premeditada, que lleguen a destino. Jugo mezclado con jugos.
En medio del recorrido visual que hacía de ese pequeño placer, me vino la imagen de pensar que pasaría si alguien me observase. Y eso lo asocié de inmediato a lo que me sugirió una vez un tipo por internet.
Y claro, que yo rechacé de forma terminante. Incluso lo mandé a la mierda.

De pronto me encontraba sentada frente a la compu tecleando una dirección donde la gente se muestra delante de la cámara para pajearse y que la vean.
Después de registrarme, inventar un seudónimo bien putañero, escribir alguna clave que no sé si recordaré, me levanté desesperada para ponerme algo arriba. No era que no quería que me viesen desnuda, si de eso se trataba, pero sí de tener algo para sacarme.

Cuando el primero de los que se conectaron me escribió  “Hola”, me cagué toda. Estuve ahí nomás de apagar. Pero resistí.

-Hola.

Respondí hablando, a que los que se sumaban para ver de qué se trataba lo de “Salchichera”  (“Quiero una salchicha bien caliente” decía en mi perfil… si, burdo, lo sé) 
Te contaba, que mientras ellos escribían, yo hablaba. Algunas personas no muestran la cara, pero a mí, así como venía, no me importaba nada. Y eso parece que gusta, o suma puntos.







Yo lo que quería en ese momento, era gozar un orgasmo que me ayude a sacarme todo. Calentar a los tipos que me miraban fue divertidísimo. Son tan ridículos que no soportan el juego erótico. Apenas me veían, pedían que me saque todo, que me toque las tetas, que me meta el dedo en el orto, que les dijese si voy a chupársela a alguien...y hasta los desesperados por los pies o para verme mear… jajajaja… 
Y también está algún que otro que se hace el romántico y que me decía que no les haga caso, que hiciera lo que quisiera… ¡Ay hombres!
Si bien los escuchaba, me dejé llevar por mi placer. Estaba super excitada con tener primero diez, después cien y al final trescientos cuarenta y dos pijas a mi disposición. Todos alterados y masturbándose acorde a mi gusto. Gocé cuatro veces. Mi dedo entraba y salía de un agujero empapado de flujos. El clítoris pedía desesperado una lengua y varios de mis cómplices se ofrecían gentilmente. Acerqué la camarita tanto como la luz y el foco me lo permitían. Y aullaban los lobos. Estaban que volaban. Creería que el esperma les salía por las orejas. Con la parva de piropos hermosos y obscenidades terribles que me fueron diciendo era imposible no sentirme la más puta de las putas. Y encima sin riesgo de nada. Solo apretaba el botoncito de apagar y listo.

¿Qué alguno me reconociese después? Difícil. La mayoría era de España, México, Venezuela… Y si uno de esos trescientos cuarenta y dos me ubicaba…y bueno.

Mis pezones estaban erectos como mástiles. Apretarlos era una delicia. Mostrarme con esa camarita me daba una sensación de libertad. Me vino a la mente la imagen de Titanic, con aquello de “soy el amo del mundo”. (Si, ya sé, el Titanic se hundió y no es la mejor comparación que hubiese deseado para mi situación…)

Seguir el ritmo de lo que me pedían era enloquecedor. Todos escribían pidiendo que me saque todo, que muestre esto o aquello, que me meta algo adelante, atrás, arriba, abajo… me reí en serio. Alguno quería que le muestre mis zapatos de tacos más altos, otro que me meta un pepino hasta el fondo. Que juegue con mi ropa interior… todo era nuevo y enloquecedor. De buen humor mis orgasmos siempre son espectaculares. Y sabiendo que el vecino no estaba ese fin de semana, me animé a gritar cada marejada de espasmos a máximo volumen.
Murieron todos y cada uno de mis televidentes. Me escribieron cosas increíbles apenas llegué al punto final. Mi cuerpo se sacudió hasta varios minutos después de acabar como acabé.

Típico que, como si te viniese un ataque de pudor de golpe, atiné a taparme y cerrar sesión. Pero me quedé enganchada unos minutos más. Poco a poco uno a uno se fueron desconectando de internet o pasaron a cámaras vecinas, en busca de nuevas conchas ardientes.
Pero uno se quedó. Era del grupo de los románticos. De los que si bien miran y seguro se tocan, tienen algo más y piensan. De los que me decían que ignore a los desesperados y tenga mi orgasmo como se me ocurriese. Fue el que supo ver más allá de mi paja pública. Fue, quizás, el único que se preocupó al final de saber si estaba bien, si no había alguna cuota de arrepentimiento en mi locura masiva. El que quiso saber a  qué se debía la decisión de exponerme como lo hice. Entre nosotros, un dulce. 
No, tranquilos… no me enamoré… pero sí estuvo buenísimo charlar con alguien “después de”.
Eso quiero. 
Hace tiempo que eso busco. 
Estar bien, si se coje se coje. 
Y se coje contenta y feliz. 
Pero si se escucha música o se ve una peli, o se sale a caminar, eso y en plan de compañía, que sea auténtico. Como tomar mate a la sombra. Como ayudarnos a lo que tengamos que hacer. 
Y charlar. 
Y escuchar hasta el silencio de cada uno.


Mimos quiero. 
Necesito. 
Imploro.

Exijo.

Ese orden natural de compartir un momento, un sueño, un delirio incluso. No ser catalogada como idealista o poco terrena.
No sé lo que pasará mañana, pero hoy me propuse sacarme todo. Empezar de nuevo. Si me equivoco, mala suerte. Pero será un error por querer hacer algo, y no por no intentarlo.

Gerardo, que así se llama (y no “23cm” como soberbia y divertidamente se denominó en el sitio donde nos encontramos, me conoció al revés de todos) tuvo un extrañísimo privilegio: Primero gozó con lo más íntimo y maravilloso de mi femineidad y ahora, poco a poco, le voy entregando el resto, lo que realmente vale, lo que más me importa: Yo.

El tiempo dirá.



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