viernes, 17 de junio de 2011

Inesperado



Como un regalo.
Asi definiría lo que me encontré al entrar a la habitación. 
Un verdadero obsequio de… ¿de Vero? Podría ser. Ella ya conocía mis debilidades y mis placeres.
No supe muy bien como arrancar: ¿Me debía presentar? ¿O iba directo al grano? ¿Debería conocer algo de ella, su nombre? ¿Escuchar su voz? Situación absolutamente nueva está de llegar y que la “cena” esté servida, calentita y apetitosa.


Me mantuve en silencio. Me quité el saco, me aflojé el nudo de la corbata. No hice casi nada de ruido. Ahí noté que de fondo, muy bajito, sonaba algo, creo que un blues. Ella –no sé, llamémosla Muñeca, por lo perfecta que se la veía- solo respiraba suave. Apenas movió la cabeza cuando algún sonido le llamó la atención. Me quedé solo con el bóxer y lentamente me acomodé a su lado. Comprobé que las ataduras no eran muy rápidas de aflojar, pero no eran tan fuertes como para poder estar haciéndole daño. Verifiqué, pasando la mano varias veces por arriba de sus ojos, que realmente no estuviese viendo nada. Sus pechos explotaban por el corpiño y por su posición. Eran realmente atrapantes a mi vista. La entrepierna la ocultaba al tener esa cinta atándole ambos pies juntos.


Despacio comencé a acariciarle los tobillos, con suma delicadeza. Igualmente tuvo un pequeño sobresalto. No dijo nada. Yo seguí hacia las rodillas, y lentamente llegué al ombligo. Hice un alto para percibir sus labios. Ya se los había humedecido y ahora le brillaban. Me acerqué hasta el medio mismo de su pecho y comencé a darle pequeños besos, incluyendo la lengua por momentos.


Ya pequeños gemiditos que salían de su boca entreabierta me daban clara referencia de que le gustaba lo que estaba recibiendo. Con suma delicadeza, tratando de no generar ningún movimiento en esa escultura a la belleza, le desabroché el corpiño, dejando liberados dos montículos poderosos, que hacían cumbre en robustos pezones, oscuros y rígidos. Salivé cada uno de ellos. Me deleité rodeándolos con mi lengua, como persiguiéndolos, sabiendo de una atrapada dental que era inminente. Quedaron aprisionados y empapados de algo muy parecido al amor, pero que brotaba de mi boca. Es que eso sentí: la amé. Amé su garganta tragando las ganas de gritar. Amé su boca, que buscaba otra boca, la que fuese, para compartir tanto placer. Amé como se habían erizado los cabellos de la nuca, algunos que apenas llegaba a ver. Su piel estremecida, de “gallina” marcaba un rumbo sin retorno. Con mano le “pedí” que –como pudiese- abriese las piernas. Apenas lo hizo, un hilo de su néctar se extendió, colgando, desde ese orificio misterioso hasta uno de sus muslos. Estaba humedecida sin yo haber investigado el punto de encuentro aún entre su femineidad  más latente y mi boca ansiosa.


Preparé el terreno jugando al “te toco-no te toco”, lo que produjo temblores inconfundibles. Estuvo a punto de rogar, de pedir algo. Algo  más que obvio, debería decir. Pero, seguramente, alguna de las condiciones pre establecidas para ser mi regalo, era la de no salirse de lo convenido: mantenerse lo más inmutable posible.


Desaté sus piernas, delicadamente. Pero así como tiene ese extraño atractivo el pasar de lo frío a lo caliente, de la misma forma, la abrí de par en par de manera violenta, para que esa concha ardiente se muestre plena. Estaba hinchada, llena de deseo.

La creí desfallecer apenas mi lengua hizo contacto con su punto rojo. Un respiro dejó escapar su alma, entregándomelo a mí. Se lo devolví, -fantaseé-, embadurnándolo con mi lengua por esos labios, por su escaso vello, en su intimidad más sabrosa.


Y allí cuando su existir se abría, cuando ella dejaba de ser ella para ser solo del universo, allí se abrió la puerta del cuarto de baño. Verónica, desnuda, solo apenas con una toalla sobre uno de los hombros, y con una de sus manos masturbándose mientras miraba atenta, se acercó a los dos.


Mi punto de visión permitía apreciar el cielo. Mientras saboreaba jugos exquisitos, podía ver la magnificencia de un rostro a punto de estallar de goce, y además, apenas detrás a mi Verónica gemir de placer inenarrable mientras sus dedos entraban y salían empapados.


Se sumó a comer esa concha. Eran dos lenguas imparables. Casi imperceptiblemente chocaban dentro del agujero de Muñeca. Creo que estuve a punto de llorar de emoción. Cosa que Vero percibió porque me conoce. Cuando Muñeca no daba más, explotó en un grito largo, profundo. Los pellizcos que mi compañera le dio en los pezones fue clave para ese desenlace.


Me retiré a observar otra de las maravillas del mundo. Dos mujeres perfectas, otorgándose mimos y caricias. Ahora Vero fue la que se sentó sobre su boca, y mirándome como desafiante, como si “acá no pasa nada” esperó que Muñeca la lleve al séptimo cielo. 


A Vero le gustaba esa postura… me refiero a la de “voy a tener un orgasmo y ni me inmuto” jugando a ver hasta dónde podía controlar lo incontrolable.


Yo saqué mi miembro del bóxer, y excitado como estaba, traté de no tocarlo demasiado. Me latía desesperado. Esperaba una mano, una boca, una concha para regar esos cuerpos con esperma.


Verónica gimió como pocas veces la había escuchado. Se incorporó. Desató por completo a Muñeca y juntas vinieron por mí.


Yo sentado en una silla, con ellas dos arrodilladas, una a cada lado, recibí una interesante advertencia.
“Te aclaro algo”-dijo Verónica- “Si querés que esto se repita, que volvamos a saborear una experiencia así… o mayores incluso…”
“¿Mayores?” titubié.
“Si, por ejemplo que seamos tres, o lo que siempre soñaste de ver cómo puedo eyacular yo y empaparte o que juntas…”
“ok, ok, no sigas que de solo pensar eso me voy acá ya mismo sin que me toques… ¿Qué tengo que hacer?
“Nada” dijo riendo, y mirando a Muñeca con mucha complicidad, agregó: “Y nada es nada… hagamos lo que te hagamos no tener permiso para acabar… gozá lo que puedas, pero a la primera muestra de orgasmo concreto… todo se acaba… Y vas a tener que esforzarte, porque tenemos lenguas y bocas muy hambrientas… “


No sé como contar el final. Creo que al cabo de un rato de resistir, me desmayé. O morí. Vi ángeles. Estuve en el paraíso. Gocé estertores desconocidos. Una y otra vez me llevaban un centímetro antes del punto del no retorno. Con sapiencia, diría científica, temblaba, un breve, brevísimo descanso y todo volvía a renacer. Mi fuerza de voluntad fue mermando. Quería y no quería resistirme. Cada vez con menos convicción, con menos ímpetu. El premio valía un esfuerzo extra. Pero se hacía ingobernable. Encima ver a esas dos mujeres, chupándome, peleando por mi pija, pero también mimándola como si fuese una mascota, y enfriármela violentamente con hielo en sus bocas, al tiempo que se pellizcaban mutuamente pezones y clítoris, fue algo inhumano.


Rogué que eliminase la clausula del "no orgasmo", lo pedí prometiendo vaya a saber que… 
las convencí o tuvieron piedad. Cuando me otorgaron el derecho de abrir la compuerta inundé la boca de Muñeca. Esperma contenido de manera insólita ya brotaba de sus labios. Verónica probó de ahí mismo mi sabor. Y volví a estallar, aunque con menos bríos.


Quedamos los tres tendidos, abrazados, apenas cubiertos por una sabana. Mi ser está, desde ese día, en otra dimensión. Yo ya no soy el que fui. Había visitado la luz. Fue mucho más que un regalo. Fue vida.




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