Se levantó y se fue a la ducha.
Era común. Sin embargo ese día, o esa noche en realidad, me animé a seguirla.
Ella detestaba que la mire mientras se bañaba; que ese momento era privado, que yo debería respetarla, y que el haberla poseído unos minutos atrás compraban un instante de serenidad.
No era suficiente.
No podía entender que, para mí, hacerle el amor era mucho más que lo “convencional”.
Tal vez otras experiencias, de algo así como un “Ok, hagámoslo, pero chiqui chiqui y ya está!” con algún que otro hombre, la hayan hecho desistir de creer en el amor.
Seres insensibles que no descubrieron todo lo que una pura mujer puede brillar.
No me gustaba la idea de espiarla, -a ella tampoco- porque no era mi deseo egoísta de mirarla para robarle intimidad. Amaba simplemente -¿simplemente?- llenarme de la luz que su belleza emitía.
Sus largos brazos homenajeaban ese cuerpo que fue mío en una agonía frenética. Con mi limitada y básica masculinidad fantaseé, por algunos segundos, presenciar, como broche de oro a todo lo que me había regalado, verla gemir en soledad, mientras agua tibia le alisaba un cabello revuelto de pasión.
Preferí sorprenderla con dos copas y brindar allí mismo, con su desnudez a pleno, por el eterno momento que me estoy acostumbrando a recibir. Una mano se convirtió en caricia, la otra en ardor. El champagne humedeció primero un momento, luego un deseo, y al fin, un lugar.
Besos con burbujas, lenguas con labios. Casi sin consultas, más que miradas cómplices, entré en ella una vez más. Dulce sabor a piel mojada y espasmos contra un espejo empañado de aliento entrecortado.
Un pelo que sacudía como crines al galope. Lamentaba, ahí, en ese momento, que un término como “yegua” esté tan menospreciado. Y no me animé a denominarla así. No era momento de explicaciones, sino solo de saborear.
Elegí verla como una muñeca, de porcelana, de colección. La traté así, como si de su asumida fragilidad yo me hiciera cargo total.
Explotó sonriendo, con temblores térmicos contrapuestos. Pasó del calor al escalofrío, clavándome sus uñas temiendo caer rendida y no poder volver.
Quise abrazarla, pero pidió por soledad.
Respeté, ahora sí, su merecido alivio.
Me llevé mucho más de lo que imaginaba: una sobredosis de ternura fatal.
Jorge Laplume
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